Invierno. Ciudad de Herisau. Suiza. 25 de diciembre. 7:00 pm.
Dentro de un café Carl Seelig se protege del frío. Él es el único
cliente, no tiene prisa, no aguarda el final de la nieve, tampoco
espera nada que no pueda ofrecerle su memoria.
En la barra la camarera distrae su rutina jugando a responder las
preguntas de un crucigrama.
Para Seelig, la navidad, el paseo y la vida misma conducen a
Robert Walser.
Y él, cada 25 de diciembre, espera a su amigo en un café o en la
estación de tren que los llevará a la excursión del día, cuando no
acude a buscarlo al manicomio.
Seelig sabe que Walser es un hombre invisible, por ello asume que
relacionarse con él no es asunto sencillo.
En los últimos veinte años la rutina de Walser ha sido el
manicomio y pasear con Carl Seelig...
la dirección del sanatorio así lo autoriza.
Recuerdo haber visto a Walser desde la ventana de mi casa.
Tenía un poco más de setenta años, llevaba traje gris y sombrero
pequeño; en la mano derecha sostenía un paraguas de los
antiguos.
Su paso era lento, muy lento, como si no le importara el frío. Al
parecer su prevención se limitaba a una amenaza de lluvia que yo no
veía por ninguna parte.
Difícil imaginar, desde la apariencia, que ese hombre era un
escritor que le estaba dejando al mundo novelas de celebración a lo
diminuto como El paseo, Los hermanos Tanner, El bandido; El
ayudante y Jakob von Gunten:
Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros,
los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es
decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y
subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en
inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen
escaso o ningún éxito... Hay un punto en el que nosotros, los
alumnos, nos parecemos todos: el de nuestra pobreza y dependencia
absolutas. Somos humildes, humildes hasta la indignidad
total...
Por un asunto de desprendimiento de los valores socialmente
concebidos, “poco le importó” haberse enterado de que Franz Kafka
admiraba su obra.
...A mí, por ejemplo, vestir el uniforme me resulta bastante
agradable, pues nunca he sabido muy bien qué ropa ponerme. Pero
incluso a este respecto sigo siendo, por ahora, un enigma para mí
mismo. Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente vulgar.
O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé. Pero de algo
estoy seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la
izquierda...
Aquella tarde, cuando pasó frente a la ventana, sentí que en su
mirada había un extravío infantil; ahora mismo cierro los ojos, lo
veo doblar el sendero y pienso: niño errante con la ilusión
perdida.
A Seelig le parece escuchar las advertencias de Walser ante los
obstáculos que se le asomaban al paseo.
“¡Además, los paraguas atraen el buen tiempo!”.
“Las nubes son mis favoritas. Parecen tan sociables como buenos y
callados compañeros. Hacen el cielo más agitado..., más humano”.
“Pasear sienta mejor que ir en coche. Pronto el hombre no
necesitará piernas, si la pereza sigue progresando a este
ritmo”.
Entre un café que nunca se acaba y el aburrimiento de una
camarera que batalla con un crucigrama,
Seelig piensa en el amigo de expediciones
cotidianas.
Llego al manicomio puntual a la cita acordada, le pregunto si
quiere tomar el tren, él intenta arreglar su corbata torcida y
responde:
“¡Hagámoslo todo a pie!”.
Camino a una de las estaciones de nuestra ruta (bar, café,
restaurante), donde tomaremos el almuerzo y las copas del día,
Walser elogia el paisaje...
“¡Qué acogedor..., qué hechicero!...”.
Como un detective de las cosas insignificantes, en el bufé de la
estación su oído atiende las claves de un ruido. “Me gusta tanto oír
el tintineo de la caja registradora, el entrechocar de los platos y
el claro sonido de las copas. Suena como una agradable
orquesta”.
En el camino su mirada se detiene (luego sus pies) para descifrar
espacios invisibles.
“La naturaleza no tiene que esforzarse por ser
importante. Lo es”.
“¿Qué más necesitamos que una pradera, un bosque y unas cuantas
casas apacibles para estar contentos?”.
“Es muy agradable ver el mundo como una habitación en
domingo”.
Walser enfrenta con humildad el frío...
“Estoy forrado de ropa interior cálida. Siempre he odiado los
abrigos. Una vez tuve uno como el que lleva usted..., en Berlín,
cuando me deslizaba hacia la vida fácil”...
y los extremos de los acontecimientos...
“¡En esta mesa bailan unos cuantos rayos de sol, vamos mejor a la
sombra!”.
“Lo caliente debería estar más frío y lo frío más
caliente”.
En una ocasión, ante la solicitud que le hice al médico de que le
pasara a un área de mayor comodidad, su respuesta fue contundente y
solidaria:
“¿Por qué iba a querer ir a un área mejor? ¿No sigue usted siendo
cabo, sin costumbres de oficial? Yo también soy una especie de cabo,
y quiero seguir siéndolo. Tengo tan pocas ganas de ser oficial como
usted. Quiero vivir con el pueblo y desaparecer entre él. Eso es lo
más adecuado para mí”.
Tampoco le hace mucha gracia que se le permita el privilegio del
paseo.
“Tengo que tener consideración para con los pacientes. ¿No
comprende usted que siendo un privilegiado representaría un papel
poco delicado ante sus ojos?”.
Y cuando siente que la expedición alcanza un alto grado de
satisfacción, excusa su presencia y en voz alta revela la nobleza de
su pensamiento: “¡Ya he visto lo amables y simpáticos que todos han
sido con nosotros hoy! No pido más. En el sanatorio tengo la paz que
necesito. Que los jóvenes hagan ruido ahora...
“Lo que me conviene es desaparecer, llamando la atención lo menos
posible”.
Pienso en la discreta genialidad del paseante, pienso en su
Jakob von Gunten. Robert Walser no estaba loco (“La verdad
es que nunca he sido niño y por eso estoy convencido de que en mí
quedará siempre un componente infantil”), por lo menos no en el
sentido de lo que la gente llama locura (“He crecido en edad y en
estatura, pero la esencia no ha variado”). Quizá no comprendió la
vida de los adultos (“Tal vez nunca llegue a echar ramas ni hojas.
De mi esencia y mis orígenes emanará algún día quién sabe qué
perfume, me convertiré en flor y exhalaré un ligero aroma, como para
mi propio placer, y luego inclinaré la cabeza”). Es posible que haya
sufrido algún tipo de locura vinculada con la derrota de la infancia
(“Mis brazos y mis piernas se irán debilitando extrañamente, mi
espíritu, mi orgullo, mi carácter, todo, todo se quebrará y
marchitará, y yo estaré muerto; bueno, no exactamente, muerto sólo
en cierto modo, y tal vez siga viviendo y vegetando así durante
sesenta años”.
Cada encuentro con Walser era un juego de contradicciones. O
decía frases dispersas que aparentemente no contaban nada, o
callaba.
Su silencio era la mejor crónica de su vida.
A Walser se le escapaba su diario íntimo en un suspiro de
cansancio y en su mirada de adulto perdido.
En Walser había angustia, pero la de Walser era una angustia
silenciosa en estado de viaje interior...
su angustia estaba conectada con el rincón infantil donde habitan
los sueños.
La fiesta de su existencia estaba en otro mundo.
Paseos a pie, calle abajo, calle arriba, otras veces en tren de
un pueblo a otro, de una colina a un bosque, de la palabra al
silencio.
“Sin amor el hombre está perdido”; “¡Vayamos a un ritmo algo más
lento! No persigamos la belleza. Debe ir con nosotros como la madre
con el hijo”.
Loco o no, él necesitaba internarse en un manicomio.
El mundo de afuera era (y es) demasiado duro para su humilde
belleza.
Que no termine su andar como el personaje de Los hermanos
Tanner...
“Pues, ¿qué era un muerto? Oh, una incitación a la vida. Nada
más”.
“Pocas veces la sensación de sentirse excluido y el aislamiento
de las gentes que viven fuera de una comunidad familiar se abren
paso con más virulencia que en Navidad”. Eso escribió Carl Seelig en
su inolvidable diario de amigos que tituló Paseos con Robert
Walser.
Hoy, 25 de diciembre de 1956, él espera a su compañero en un café
imposible.
Carl Seelig sabe muy bien que poco después del mediodía el médico
jefe le llamó a su casa para informarle que dos niños encontraron el
cuerpo de Robert Walser derribado en la nieve.